18.9.22

Señor Güero


Mi abuelita me enseñó que el Sol era mi amigo. Era el Señor Güero.

Lo veía todas las tardes en la ventana de la cocina de su casa mientras comía frijolitos con pedacitos de tortilla dispuestos a manera de rayos alrededor del plato. Y me despedía de él cuando, a las 5 o 6 de la tarde se dejaba de ver, ocultándose detrás del horizonte de casas del Callejón de Limón de la colonia del Castillo en que ella vivía.


Me llevaba al Mercado, y en el camino recolectábamos pingüicas de un árbol que estaba detrás de una cerca, bajando por la calle en que había un deportivo en el que mi papá de adolescente jugaba basketbol con los muchachos del barrio, en el programa de rehabilitación que buscaba rescatarles de las adicciones (y por quienes afirmó mi papá conocer las bachas aquella vez que después de la fiesta en mi recámara en la que hasta el espejo del tocador se cargaron -ya pasaron como 3 ciclos de 7 años desde eso, no sé cómo le habrá ido al chavo con la mala suerte- hubiera olfateado como sabueso afuera de mi ventana, hallado el pedacito de papel envolviendo la hierbita ya casi consumida en su totalidad, y me dijera “¿qué hace aquí una bacha? Y yo asustada, primero no supiera qué decir, pero después aprovechara algo de mi ingenio para hacer la contradefensa: “momento, ¿tú cómo sabes que eso es una bacha?” y él entonces dijera: “ay, bueno, sabes que jugaba con los muchachos del barrio y pues ellos fumaban mariguana”. Aquella conversación siempre la consideré un empate técnico).


Y ahí abajo, en la que creo que era una casa particular, estaba el árbol de pingüicas. Las cortábamos, y mi abuelita me las guardaba para que al llegar a su casa de vuelta del Mercado pudiera jugar a hacer puré de tomate con ellas.


Íbamos a ver a la señora del pollo, a mi tía Esperanza que cuando íbamos a su casa que me gustaba tanto en esa subidita por la calle de Morelos, me hacía al momento tamalitos de dulce que aunque no eran rosas, sí eran dulces y deliciosos, íbamos a ver a mi tía Carmela y estábamos en su cocina cerca del patio en el que no quise partir la piñata aquella vez que mi mamá ya estaba embarazada y yo chipil porque no sé  por qué. O a mi tía Raquel, cuya casa estaba en el segundo piso subiendo por las escaleras junto a lo que creo era un espacio grande que seguro usaba como taller de algo su esposo que creo que ya no conocí, o al menos no tanto. Y estábamos en su cocina que tenía una gran vista a la calle, y que se parecía a la de mi abuelita Olivia en cuanto a que el Señor Wero también le daba esos tonos cálidos por la tarde.


Mi abuelita también me bañaba, y saliendo del baño me subía a su cama que era alta alta (aquella junto a la que recé cuando murió la esposa de mi tío en aquel accidente, del que creo que nunca se repuso, y que marcó un poco el que jamás volviera a encontrar un amor como el de ella a quien perdió).


Y desde arriba de su cama, me quitaba la toalla y me tapizaba de cremita rosa de la botella que me encantaba sentir por su forma, y que en el frente decía “Hinds”.


Veía cómo tendía su cama y doblaba con pulcritud la sábana por encima de la cobija, cómo barría y trapeaba con esmero, cómo lavaba ropa, la suavizaba y ponía aroma y tendía en su techo en los tendederos que le quedaban a nivel de su rostro, y que después elevaba con un bordón para que quedaran más cerca del Sol (el Sol amigo), y cómo después planchaba con cuidado cada prenda, incluso la ropa interior. Y yo, aunque nunca me dijo “mira, así se tiene que hacer”, anhelaba algún día tener mi propia casa y replicar cada una de sus técnicas.


Dejaba también que se secaran los bolillos al Sol (el Sol amigo, que para todo ayudaba), sobre una manta colocada en su techo, el de los tendederos. Después los molía y los guardaba para tener pan molido para empanizar las pechugas.


Cuando teníamos una postemilla, sacaba sus aditamentos, y nos sentaba con ella en el escalón que estaba frente al cancel del antecomedor (que junto con la sala de la alfombra y los perritos de peluche gigantes, el  comedor enorme de las navidades, el trinchador fino e intocable, el tocadiscos frente al que me sentaba incontables tardes a escuchar canciones con la oreja frente al altavoz para escuchar sus detalles, o identificar sus letras, y el medio baño en que me encerraba solo porque cuando me sentaba en la taza y me quedaba un rato alguna  vez descubrí que tenía una acústica extraordinaria por la cual podía yo jugar con mi garganta a hacer como motor y el sonido era exquisito.. compartían la especialidad de estar como separados del resto de la casa, como si estuvieran en un aparador. Sabíamos que eran espacios especiales y que no debíamos ensuciarlos, pero tampoco nunca nos estuvieron restringidos. Y yo amaba pasar mucho tiempo ahí.


Y sentados con ella en el escalón, recibíamos por voluntad propia la tortura que, aunque dolorosa, venia cargada de cuidado y de amor, mientras frotaba con el cotonete empapado de limón y carbonato la postemilla que en realidad nunca supe si sí se curaba más rápido mediante la ejecución de ese ritual, pero eso era lo de menos, porque lo que importaba era la atención y la contención que nos daba con él.


Nos mecía también en rebozo cuando nos caíamos de sus escaleras. Me hacía huevito tibio que ponía en unas tacitas de plástico amarillas, que no sé si usaba para algo más, pero que sabía que eran las tacitas exclusivas para el huevito tibio (por las que yo hace no mucho tiempo compré en aquel puestito de la calle esas tacitas azules que eran muy parecidas a las que ella tenía). Y por las que yo también tengo trastes exclusivos para ciertas cosas “en este platito se pone el aguacate para partirlo. En este cajón están las palas para alimentos dulces, y en este las de los salados”.


En las mañanas, si estábamos en su casa, me hacía licuado de plátano con un huevito también, y con esa bomba de energía me mandaba a la escuela. A la tarde, con lo melindrosa que era, si el guisado que ella había hecho (supe de oídas que era una excelente cocinera, pero no pude constatarlo demasiado) me picaba o no me daba confianza comerlo, entonces me hacía un huevito revuelto para que comiera. Y así fue que crecí basando mi alimentación en huevito y frijoles de Sol.


Si tuviera que pensar en un color para mi abuela, sería el azul y el amarillo. Azul como sus mallones tejidos que aún conservo y que me pongo cuando quiero que el quehacer me quede impecable por la magia de su energía en ellos. Amarillo como sus tacitas, como la yema del huevito revuelto, del huevito estrellado y del huevito tibio que me daba. Y como el Sol que ella me enseñó a ver como a un señor generoso que nos daba luz y calor, y al que aún hoy saludo y de quien aún me despido cuando va ocultándose en el ocaso.


Me habría encantado tener más tiempo para compartir con mi abuelita. Aunque quedé tranquila con su muerte, después de haber ido a rezar por ella escapándome del curso de verano y corriendo por las calles del centro hasta la iglesia de San Francisco, para pedir que Diosito la curara y que no se muriera, y habiendo recibido como respuesta a mi escucha justo el lenguaje que ella me enseñó: un rayo de Sol que, después de colarse por uno de los

vitrales de la iglesia, se posó sobre mí, hincada en la banca, haciéndome saber con eso que, pasara lo que pasara, sería porque tenía que ser así, y no porque Dios no me hubiera escuchado.


Pero a pesar de eso, y de que pude despedirme de ella, y haber recibido su caricia y su decirme “mi ratona” porque ella sabía cuánto amaba el queso, en verdad creo que me habría encantado tener más tiempo con ella. Aprender con mucha más conciencia de sus modos y sus técnicas.


O eso creía, pues a medida que la recordaba al escribir estas líneas en su nombre, descubro todo lo que hoy está presente en mi vida y que tomé de ella. De su ejemplo. 


Mi papá decía que los deditos de mis pies se parecían a los de ella, y también tengo un lunar que ella también tenía. Y también soy dicharachera. Recuerdo entre bruma que ella lo era, porque aunque no se permitía hablarnos con groserías, recuerdo que con otras personas era cotorra y sí las decía. Y tenía muchas amigas. Las visitaba y la visitaban a ella. Hablaban de sus cosas, cocinaban juntas y después comíamos todos y todas. Los nietos y nietas, los hijos e hijas, quienes en ese momento estuvieran.


Ella, junto con mis papás, me enseñaron que la familia era lo más importante. Y que en la familia estaban también los amigos y amigas.


Soñé esta noche con una señora que no era mi abuela, pero cuya voz sonaba en mi sueño como la de ella. Ni siquiera recuerdo bien su voz, pero sé que era un poco nasal (como la mía) y cantarina. En el sueño, la señora estaba dando tips de cómo vender con éxito, y decía: “tienes que ir a visitar, y llevar muuuuucho tiempo. Sentarte, escuchar y platicar, y solo después ofrecer lo que la otra persona necesite. Regresas comida o bebida, y contenta, y no solo por la venta sino porque ya estuviste con tu amiga”.


Y fue su voz la que me hizo recordar a mi abuela. Y aunque no recuerdo que mi abuelita Olivia vendiera nunca nada, sí invertía mucho tiempo en estas visitas. Llevaba siempre algo, un detalle, un guisado o un postre, y regresábamos siempre con más.


Me habría gustado aprender más de ella. Más consciente. Pero quiero creer que los genes en este caso puedan jugar a mi favor, y me puedan regalar más de sus mañas que siempre me parecieron tan lógicas y tan prácticas.


Me gustaba cómo era abuela, cómo era madre que enseñó a sus hijos hombres casi todos, a ser también pulcros y autosuficientes, a cocinar,  a hacer quehacer, a estudiar, a trabajar y a apoyarse siempre como hermanos. Me gustaba cómo era compañera y cotorreaba también con mi abuelito. Y a veces íbamos a verlo al torno en el que trabajaba por la calle de Juárez (donde había un torno parecido al que él tenía en su patio y donde cada vez que mi abuelita o alguien más se lo pedía, aplastaba cucharas para que se convirtieran en untadores de mantequilla o mermelada -cucharas de las cuales me las arreglé para quedarme con una-), le llevábamos lonche.


Creo, y sé, que también tuvo sus muchas fallas, si al final era humana. Hubo cosas duras que pasaban a partir de creencias de época, y que quizás las recibieron algunas personas como pesos pesados, como mi tía Rosalba o mi mamá. 


Pero creo también que en su momento a ellas les tocó confrontarla y de una u otra forma lo hicieron, y más que juzgarla, hoy quiero mirarla con esos ojos apologéticos por los que puedo decir que mucho de lo que ella hacía, y como lo hacía, era perfecto.


Creo que su mayor obra, y su misión de vida, justo fue su familia. Abandonada en un orfanatorio en Cofre de Perote, de donde se escapó para venir a Pachuca a buscar a una tía, a la que le decíamos “abuelita” porque sin ser su mamá, la recibió y la acogió, puedo entender por qué para ella era tan importante generar una estructura familiar sólida e irrompible. Y creo que lo logró. Pues aunque a lo largo de los años cada quien vamos teniendo nuestros respectivos retos, hoy día tanto hijos e hijas como nietas y nietos, seguimos poniendo en primer plano el apoyo entre nosotr@s. Y eso, estoy segura, es obra de ella, y algo de lo que se sentiría muy orgullosa.


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