11.1.09

superlativos

No hay disciplina de estudio más triste que la Geografía.


Lo sabes cuando miras el mapa y resulta que hay tierras tan cercanas como a 9 centímetros entre sí, pero que a escala real se transforman en cosa de 203 kilómetros, que no serían tan dramáticos si no fuera porque a escala cultural se convierten en miles de formas especiales de interacción y vida de distancia, que no serían tan terribles, si no fuera porque en la escala particular de los que, osados, un día se creen amantes y se miran a los ojos y lo afirman, en ocasiones se vuelven la distancia equivalente a mil abismos que en amaneceres como este con Luna llena (que ahora recuerdo, la esotérica guía del Calendario Lunar dice no son las mejores para terminar relaciones largas y apasionadas, ni para cortarse el cabello, ni para sembrar árboles, ni para operarse el corazón… porque las heridas sangran más), parecen aún más imposibles de salvarse sin la certeza de que antes de llegar al otro lado, habrás caído en un vacío de esos que después de mucho tiempo no terminan de dejarte descender.


Y la culpa no es de Shakespeare, aunque te gustaría que así fuera.


Sería más sencillo pensar que con su pluma trazó en un puñado de obras el destino de la humanidad: podrías levantarte cada día y, al empezar con el habitual trajín autocompasivo, recordar que todo es parte de un guión, con lo que tal vez obtendrías la ecuanimidad necesaria para interpretar con un poco más de gracia tu papel, si un día, tarde que temprano, seguro llegaría el punto final y la caída del telón.


En cambio, hemos tenido a bien creer que somos los arquitectos de nuestros destinos… aunque a algunos nos pasa que truncamos la carrera y, cuando queremos colocar la siguiente línea en el plano, caemos en cuenta de que, si ni siquiera teníamos el potencial, por lo menos debimos ponerle ganas al desarrollo de la mínima habilidad.


Pero el tiempo no espera.


Te dicen que se hace tarde y vas dando tumbos mientras eliges y trazas y coloreas… y parece que te salen mejor los monitos que quedan completos con tan sólo una bolita y cinco rayas, que los complejos arquitectónicos que el mundo espera ya estés proyectando, porque es hora: has crecido y tendría que preocuparte constituirte como el adulto que en teoría hace tiempo deberías estar siendo.


Transitas por los espacios (previstos o no), y muchas veces en la piel del que pretende, mientras debajo de ella te parece más bien hilarante usar alguna que otra (rara) vez zapatillas o maquillaje, o hablar con los demás como el que está seguro de lo que dice. Y aunque hay terrenos en los que te cuesta menos trabajo que en otros, e incluso en algunos te sorprende ver cómo de a poco el disfraz parece adherirse a ti de forma permanente; cuando aquello del discurso surte efecto y logras lo que te habías propuesto, no puedes evitar sentirte como la niña que ha hecho la travesura más grande de todas y no fue descubierta.


¿Será que no se dio cuenta?


Te miró y por alguna razón decidió quedarse. Y tú fuiste entonces la más feliz de todas.


Comenzaron su historia al tropezarse en aquel escenario inverosímil de formas y fondos morales apretados, pero supiste que era él (y no otro) porque a pesar de la multitud no era posible confundirlo.


Te gustó que sonriera, que bromeara, y la facilidad con que interactuaba en el mundo. Te gustaron sus ideas y sus emociones. Te gustó observar en él a un ser que, como tú, también se rehusaba a verse almidonado, y sin embargo admiraste que aún así fuera "adulto", mientras te parecía inexplicable que no por eso hubiese dejado de ser genuino. Te pareció que era de esas raras aves que, dice el dicho, pueden estar con la mierda y salir de ella intactas.


Un día te diste cuenta de que ibas a aquél lugar más por mirarlo que por cualquiera otra razón y que, con el paso del tiempo, esperabas cada vez con más ansiedad el minuto 51 en que lo veías detenerse en el umbral de “tu” puerta para, invariablemente, regalarte una sonrisa.

Y resultó que cada uno traía consigo un montón de historias que a veces parecía difícil empatar, pero que una a una fueron colocando en el lugar que eligieron, con el afán de construir su propia historia en común, en que cupiera el pasado como entidad que contiene todo aquello que les hacía ser lo que hasta entonces eran, pero donde prevaleciera ante todo la idea del presente que a cada paso se hacía el antes futuro en que por algún motivo les pareció que sería bonito caminar juntos.


Pero pasó también que un día te levantaste y te descubriste tan oriunda como nunca de este lugar que te parió.


Entonces pareció abrirse una brecha en la que te encargaste de poner toda clase de obstáculos para evitar que algún puente se tendiera.


Te convenciste de que el asunto era irreconciliable: que viento y frialdad nada tenían que ver con el Sol y la calidez del que en tierra ajena y agreste ha conservado en alto su estandarte, y se ha mantenido a su vez firme al punto de apropiarse de ella, sin por ello perder su esencia, ni la esperanza de que un día sea menos complicada la distancia cultural.


Y visto lo visto, parece que tú no le ayudas.


Sin embargo, por alguna razón ha permanecido a tu lado.


Y aunque debes confesar que has pensado que quizás después de todo sí sería más fácil que cada uno buscara otros horizontes, la verdad es que aún con la incomprensión y los prejuicios familiares, aunados al pavor que a veces (en efecto) sientes al pensar que quizás no deberías arriesgar la ficción de estabilidad y armonía, por tratar de romper esquemas y estructuras construidas por generaciones, o incluso aventurarte a dar nuevos y desconocidos pasos; sólo deseas que sepa que caminar a través de esa orilla en que el océano se encuentra con la tierra, ha sido todo lo más bonito desde que él sostiene tu mano.


Sucede que a veces transitas por esa línea con más temor del que crees, y entonces tratas de protegerte, y te pones suspicaz, y grosera e inaccesible.


No sabes si fue otro sueño o lo escuchaste de paso, pero esta vez el eco repite una frase:


"...Mis besos y abrazos los tienes... te mando mis labios y brazos para que a los unos los beses cuando quieras, y los otros te abracen cuando lo necesites..."



Qué maldita y qué egoísta debe ser la oreja destinada a recibir esas palabras. Habría que mirarlas una por una, para saber por qué la sintaxis y conjugaciones elegidas por el articulador de la misma te parecen hoy la consigna más triste que hayas escuchado en mucho tiempo...